Abogacía y Etica
El presidente de la Corte Suprema de Justicia, Mario Garrido Montt, inauguró el Año Académico de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Central.
En la oportunidad, el presidente del máximo tribunal dictó una clase magistral sobre el tema “Abogacía y Etica”. El acto contó con la presencia de autoridades académicas, profesores y alumnos de esa casa de estudios superiores.
A continuación, se reproduce el texto íntegro de la clase magistral en la Universidad Central.
ÉTICA Y ABOGACIA
Desde tiempos primitivos, en sociedades con estructuras rudimentarias, los hombres han estado interrogándose así mismos sobre la naturaleza de sus actos, valorándolos y sometiéndolos a examen; ésto ha sido así porque en nuestra mente hay una especie de observador implacable que independientemente de nuestra voluntad emite juicios de valor sobre nuestros comportamientos. Es frecuente que pretendamos ignorar esa voz, que tratemos de rechazar lo que nos dice; pero siempre nos seguirá susurrando: obraste bien, obraste mal, durante toda nuestra existencia, alertándonos sobre la corrección o incorrección de nuestros actos. A ese crítico interior lo llamamos conciencia. A medida que el hombre y la sociedad evolucionaron, quizá fundados en esa conciencia, se fueron enunciando ciertas premisas que principiaron a regir el comportamiento de las personas. Esa sensación de obrar correcta o incorrectamente es lo que ha dado origen a la ética, que se alza como un área del conocimiento, de gran trascendencia.
Los abogados no somos una excepción a esa realidad moral, somos poseedores de lo que podría llamarse conciencia jurídica, constituida por un conjunto de principios que se han mantenido en el tiempo y que rigen el ejercicio de la abogacía.
El Derecho, a través de la aplicación de la ley, ha sufrido en las últimas décadas considerables transformaciones, que la ciudadanía no ha logrado internalizar y no siempre los considera en la valoración de los acontecimientos que a diario sobrevienen.
Es un fenómeno que afecta al hombre común, y por lo tanto también al abogado, que no logra valorar con claridad la trascendencia de sus actos. No siempre, por ello, se atiene a los principios morales que rigen las actividades del foro. Esto es sensible y sucede a pesar de los esfuerzos realizados por las escuelas de derecho y los centros de estudio especializados, en considerar y difundir los aspectos morales de nuestra profesión.
En países jóvenes como el nuestro, es fácil caer en una evidente desorientación ética, ya que carecemos de una cultura propia que esté incorporada y sea mantenida por nuestro ser social. Constantemente el país desconoce su pasado y no parece tener capacidad para formar tradiciones, se acogen con entusiasmo los hábitos, costumbres y formas de comportarse de otras sociedades según las contingencias de la época, que son asumidas inmadura y transitoriamente por el ser colectivo, como también por el individuo.
Si damos una mirada al pasado, veremos que primeramente el chileno adhirió a la cultura española, luego a la francesa y ahora a la sajona, particularmente, a la norteamericana.
El derecho y su concreción en leyes ha seguido igual destino.
Esta permanente adhesión a otras culturas, sin la maduración y asimilación adecuada, se traduce en cambios, a veces muy violentos, que causan una notoria desorientación, sobre todo en el ámbito de lo moral. En la actualidad una de estas novedades es pretender elevar al sitial de deidad suprema lo que se denomina como ética personal que, en el hecho, se proyecta solapadamente a la negación de valores permanentes y a una amoralidad permisiva, donde el comportamiento humano pasa a depender de la finalidad que se persigue, finalidad que indiferentemente puede ser positiva o negativa. La frase tipo es: puedo hacer todo lo que quiero, sin mas limitación que mis ambiciones y posibilidades.
Algunos abogados, en este medio socio cultural creen que se desenvuelven en una especie de ley de la selva, donde les resulta efectivo ejercer la profesión recurriendo a cualquier recurso para estar vigentes en el foro nacional. Si así no lo hacen son considerados parias en una sociedad particularmente competitiva, donde el valor mas respetado y deseado es el éxito rápido y fácil, a cualquier costo.
Algunos profesionales garantizan resultados seguros a sus clientes, aunque tengan consciencia de que las pretensiones de éstos no son jurídicamente razonables, o carecen de elementos probatorios que las respalden. Consideran correcto interponer recursos, normalmente sin destino, dilatando una controversia para mantener ilusionado al particular que representan, a quien hacen incurrir en gastos indebidos. Denigran al tribunal si no tienen éxito en sus pretensiones, o descalifican al profesional con el que litigan, atribuyéndole influencias o manejos turbios, o emplean otras formas que además de ser criticables, éticamente no pueden justificarse, ni menos permitirse. Esta modalidad de ejercer la profesión se pueda extender peligrosamente en el foro nacional: que el particular se ilusione y cancele, no sólo los honorarios y costas correspondientes, sino presuntas propinas y cohechos.
¿Debemos los hombres de derecho permanecer impávidos ante esta penosa realidad? ¿Deben los abogados honestos mantenerse pasivos ante esta contagiosa enfermedad que peligra esparcirse en el foro nacional?
Situaciones como las anotadas son las que motivan el tema de mi exposición, que a los estudiantes les podrán parecer áridas, frente a la diversidad de interesantes materias que tienen que aprender durante su permanencia en esta Facultad. A nuestro entender, sin embargo, es un asunto que merece honda reflexión y que requiere de soluciones urgentes y aceptables. Como profesor de esta prestigiosa Facultad, me parece imperioso promover una corriente de opinión en el ámbito forense y, sobre todo en Uds. que son los futuros abogados de nuestro país, para que adquieran conciencia del problema, y en tanto como estudiantes de derecho desempeñan la función de procuradores, se constituyan en conciencia pública, y hagan escuchar sus voces en foros, organizaciones estudiantiles y en los colegios de abogados, repudiando estas reprochables prácticas. También es importante motivar a los cuerpos colegisladores, respecto de la urgencia de adoptar medidas sobre este punto, para lograr la creación de un órgano de control ético de la abogacía. Uds. mismos como profesionales, a corto plazo, pueden ser víctimas de estas desgraciadas situaciones. Todos los que damos vida y energía a esta Facultad, estudiantes y académicos, deberíamos tener entre nuestros objetivos, lograr una reglamentación sobre esta delicada materia.
Cierto es que estos comportamientos son hasta ahora minoritarios, pero para impedir su propagación es necesario combatirlos con energía.
La ética del abogado se puede analizar desde distintas perspectivas, pero nos limitaremos a comentar las siguientes:
a) el abogado ante sí mismo
b) el abogado frente a sus colegas
c) el abogado frente a la autoridad, en particular los tribunales y
d) el abogado frente a sus clientes.
a) El abogado ante sí mismo.
Todas las personas, por el hecho de ser tales, tienen el deber de respetar una diversidad de principios y normas morales. Esta obligación no es solo consecuencia del ordenamiento social, sino que del ordenamiento jurídico mismo, a pesar de los esfuerzos que hacen algunos juristas por independizar en forma absoluta y tajante la ética del derecho. La C. P. de la R. en su art. 1º dice: “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos. La familia es el núcleo fundamental de la sociedad.”
A continuación agrega”: El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece.” Este precepto consagra un principio jurídico de profundo sentido ético: el de que seamos personas libres e iguales en dignidad y la promoción del bien común.
Dignidad semánticamente es excelencia, realce, gravedad y decoro de las personas. Calidad de digno, importa merecimiento en sentido favorable. La noción establecida por el constituyente supone que una persona, por el hecho de serlo merece respeto, respeto que tiene un doble alcance, toda persona ha de respetarse a sí mismo y, si así lo hace, también deberá respetar a los demás, porque son sus semejantes. Este enunciado es un elemental principio de ética, del cual se pueden inferir todos los restantes. Porque el respeto de los otros impone la obligación de ser honestos con ellos, de ser veraces y leales.
Ha de recordarse que para recibir el título de abogado se debe prestar un solemne juramente ante el más alto tribunal de la República: la Corte Suprema. Ese juramente obliga, conforme al art. 522 del C.O.T a “desempeñar leal y honradamente la profesión “. Esta promesa que voluntaria y libremente aceptamos cumplir, importa un mandato que nos obliga a ejercer la abogacía con honradez y nobleza.
El respeto a sí mismo involucra no mentir, lo que se aviene con la exigencia de ejercer “honradamente” la profesión, que significa hacerlo con probidad y rectitud.
Esto tiene demasiada importancia en cuanto se refiere a la capacidad y competencia del abogado para enfrentar los casos que se someten a su consideración. Si carece de la especialidad necesaria o de los conocimientos adecuados, debe solicitar la asesoría del especialista y, en todo caso, es imperativo que estudie acuciosamente cada conflicto cuya solución se le encomiende. Para cumplir acertadamente este deber, el profesional debe mantener al día sus conocimientos, comprender la evolución del derecho y captar los cambios sufridos por la legislación. Esto que parece tan obvio, no es fácil en nuestro país donde las modificaciones legales son frecuentes, y con ellas se llega a cambiar las propias instituciones. Los legisladores no han logrado adquirir conciencia de que las leyes exigen cierta permanencia. En nuestro país, al contrario, se reemplazan los textos con gran facilidad y, por desgracia, sin la serenidad que es de esperar; hoy se sostiene un principio pero nadie puede asegurar que mañana se mantenga. Esto impone al abogado la necesidad de reactivar y poner al día constantemente sus conocimientos.
El gran penalista alemán Maurach, sostenía que el médico que no está al día en su ciencia podía considerarse un homicida. Esta premisa es aplicable al hombre de derecho, su símil podría ser: el abogado que no está al día en sus conocimientos puede convertirse en un estafador.
Todo profesional, por respeto a sí mismo, ha de ser franco y no asumir la defensa de los intereses que se le encargan cuando tiene conciencia de su impericia, o suplirla con un mayor estudio. Si así no obra, está engañando al particular que confía en él. Para lograr superar el peligro de la falta de pericia, hoy en día, cada vez es menos frecuente el ejercicio solitario de la abogacía, la asesoría legal es servida por estudios integrados por varios profesionales con distintas especialidades que actúan en colaboración. Lo que a su vez permite formar y contar con el adecuado respaldo de textos, jurisprudencia y publicaciones; al abogado individual le es difícil proveerse de esas fuentes de información por los elevados costos que hacerlo presuponen.
b) El abogado frente a sus colegas.
Históricamente, los abogados siempre se han organizado en colegiaturas, en hermandades, no para obtener beneficios para sí mismo, sino para reclamar de aquellos que integran estas asociaciones un comportamiento de honestidad y seriedad entre ellos mismos y con sus clientes. Lo hacen porque tienen consciencia de la delicada función de servicio público que prestan, de allí la feliz denominación de “colegas” tradicional en su uso, que equivale a la noción de compañero en el ejercicio de una función, y la voz “compañero” conlleva a su vez la participación de otro u otros para lograr un objetivo. Los abogados somos un conjunto de personas que persiguen un fin común: la justicia mediante la aplicación del derecho. Por el hecho de ser abogados conformamos una gran hermandad cuyo fin es el ejercicio del derecho, lograr el triunfo de la legalidad, en definitiva la mantención del estado de derecho. Somos, y debemos continuar siendo, compañeros en la lucha por un ordenamiento jurídico sano. Ese es un deber que pesa sobre cada abogado como miembro de una comunidad de hombres de derecho. De consiguiente, manteniéndonos en el terreno de la defensa de los intereses que se nos han encomendado, debemos coetáneamente actuar con plena adhesión a los principios a que hemos hecho referencia, en la atención de nuestros representados y en el tratamiento de los abogados que actúan sosteniendo intereses contrapuestos a los que nos corresponde defender. En esta forma damos satisfacción al juramento que hemos prestado y que he citado con anterioridad: ejercer con “lealtad” la abogacía, que es servirla con fidelidad y hombría de bien.
A los abogados nos corresponde desarrollar una labor de pedagogía social, constituyéndonos en líderes en la adhesión a nuestro ordenamiento jurídico, desempeñando con corrección nuestra profesión, lo que conlleva respetar al colega que representa a la contraparte, tratarlo con honestidad y deferencia, sin salirnos del marco de la protección de los derechos que se nos han encomendado. Responder a la confianza del cliente no se contrapone con la deferencia y respeto del abogado contrario.
Mantener la palabra empeñada, cumplir con las exigencias procesales en beneficio de la otra parte, son obligaciones mínimas, pero fundamentales, para una adecuada coexistencia entre profesionales.
¿Esto es pedir demasiado?. Al contrario, pienso que es lo menos que puede esperarse del ejercicio de esta función que siempre calificamos de “noble”; luchemos todos para que ese calificativo responda realmente a lo que hacemos. Esto depende exclusivamente de nosotros, los hombres de derecho.
c) El abogado frente a la autoridad, en particular frente a los tribunales.
El art. 520 del C.O.T. define a los abogados como personas “revestidas por la autoridad competente de la facultad de defender ante los tribunales los derechos de las partes litigante”. De otro lado, el art. 1º de la Ley Nº 18.120, de 18 de Mayo de 1982, que establece normas sobre la comparecencia en juicio, exige que la primera presentación ante cualquier tribunal de la República, sea ordinario, arbitral o especial, debe ser patrocinada por un abogado. El art. 7 de la ley recién citada aclara esta facultad propia de los abogados en el sentido que pueden representar a terceros ante cualquier servicio de la administración del Estado, los que no podrán impedir la intervención de estos profesionales.
Las disposiciones transcritas demuestran que los abogados desempeñan una función de interés público reglada por la ley, y que son ellos los únicos titulares de la misma. Toda función de interés público necesariamente debe ser cumplida a cabalidad, o sea en la mejor forma posible. El abogado debe ser diligente en consecuencia, y evitar toda clase de errores y, mas aun, todo posible engaño en el cual pueda hacer incurrir la autoridad ante la cual actúa. Este deber no sólo está incorporado en la noción de servidor exclusivo de esta función pública y social, y de haber sido investido por la autoridad de la calidad requerida para ese efecto; emana también de la Ley Nº 18.120, que hace responsable al abogado patrocinante de la representación del interesado o litigante en tanto no conste en la causa la cesación de dicho patrocinio. La representación de la cual es responsable el profesional ha de ser prestada con lealtad en relación con el mandante y frente a la autoridad o el tribunal.
De manera que la rectitud y la honestidad que legalmente caracteriza la actividad de la abogacía no queda limitada a la vinculación que tiene el profesional con su cliente, sino que se extiende a aquella que adquiere con los tribunales y, en general, con toda autoridad, porque la substancia íntima de esta función pública está expresada con gran claridad en el art. 522 del C.O.T., precepto que no constituye un mero enunciado programático, sino una regla imperativa que es la esencia misma de aquello en que consiste el ejercicio de la abogacía.
Triste es decirlo, pero son degradantes para la noción de justicia conductas tales como hacer desaparece los expedientes, lo que en el quehacer de los tribunales constituye una práctica frecuente, como injustificable y nociva. La distracción de los documentos, el apoderamiento de las copias de los escritos y el abuso en la interposición de recursos procesales dirigidos a demorar la duración de los procedimientos, para luego rasgar vestiduras por la ya conocida lentitud de la justicia, es una posición evidentemente inmoral. Hay que luchar con energía porque estos malos hábitos y vicios desaparezcan del ámbito del foro nacional. Los abogados debemos detenernos un instante en el intenso trabajo a que todos estamos sometidos, para meditar como corregir y enaltecer la labor que a diario tenemos que cumplir.
d)El abogado frente a su cliente.
Se sostiene frecuentemente que ningún abogado acepta decirle a su cliente que no tenía la razón, o reconocer que su estrategia o forma de defenderlo no fue la acertada.
Los afectados afirman que normalmente los profesionales a los cuales contratan atribuyen el fracaso de su defensa a circunstancias ajenas a ellos mismos, y la proyectan a la corrupción de los demás agentes judiciales, o a argucias del abogado de la contraparte, ignorancia o lenidad del juez o de los jueces que conocieron del caso. Es comprensible que todo profesional se sienta en situación difícil para explicar a su cliente que fue él quien incurrió en errores al atenderlo o que esa persona carecía de los derechos de los cuales se creía titular; pero es inaceptable que para exculparse recurra a los medios incorrectos antes señalados, esto es denostar a la actividad judicial, o al abogado contrario, pues al así obrar está induciendo, en el hecho, a que esa persona pierda la confianza en la justicia, y a su vez, pierda la confianza en los abogados, porque llegará a la conclusión de que teniendo derechos, estos no le fueron reconocidos, y que el éxito de sus pretensiones no depende de la validez de esos derechos o de la capacidad de sus asesores legales, sino de la corrupción o de la ignorancia de los demás agentes del sistema. Se produce una especie de antropofagia profesional, el desprestigio de los demás lleva aparejado el propio desprestigio, o sea el de todos los abogados, sean jueces o ejerzan liberalmente la profesión.
¿ Resulta lícito – cabe preguntarse – que seamos nosotros mismos, los abogados, los que por motivos egoístas induzcamos a la sospecha de un ordenamiento jurídico ineficaz, corrupto y abierto a la injusticia? Sólo hacer la pregunta resulta incomprensible, nuestra moral se niega a aceptar la mera posibilidad de que ese nocivo ambiente pueda ser una realidad, y lo rechaza con prontitud y energía. Pero el simple rechazo subjetivo de tal situación es insuficiente, debemos luchar activamente para que desaparezca y nunca se dé, no obstante que – triste es reconocerlo – forma parte de la realidad que estamos viviendo.
Engañar al cliente como práctica profesional es una de las mejores maneras de lograr el efectivo socavamiento de la fe que se debe tener en el ordenamiento jurídico y, particularmente, en el ejercicio de la abogacía.
Con visión utilitarista y amoral se podría insinuar que al abogado le “conviene” ser honesto, porque al comportarse en esa forma enaltecerá su profesión y con ello se enaltecerá a sí mismo y al sistema legal. Siguiendo en la senda del equivocado criterio mercantilista anotado, podría también colegirse que la honestidad es “productiva”, le da “dividendos” al profesional. En consecuencia, no se trataría sólo del cumplimiento de la obligación legal – y moral a su vez – que todo abogado contrajo al prestar juramento de ejercer su profesión honrada y lealmente, sino de obrar correctamente en su personal beneficio, para percibir los frutos que ese buen comportamiento le produce.
La raíz del problema es profundo, es la noción misma de “libertad” la que está en juego. El abogado tiene muy incorporado a su idiosincrasia que cuenta con el derecho del “libre ejercicio de su profesión,” por ello en nuestro país se les ha liberado de la inscripción previa en alguno de los colegios de abogados actualmente organizados como asociaciones, registro que en la mayor partes de los demás países se exige. En Chile a amplios sectores de opinión esa liberación de inscripción les parece recomendable y justa.
El abogado puede desarrollar libremente su profesión; pero esa libertad tiene subyacente una obligación que le es inseparable, la de hacerlo con la verdad y respetando el ordenamiento jurídico que, en esencia, es el bien común de la sociedad concretado en normas de conducta. No puede haber contradicción, ni oposición, entre verdad y libre ejercicio de la abogacía, como tampoco entre lealtad y bien común. La premisa “la verdad os hará libre” encierra un principio que se trasmite a través de los siglos, y es labor de todos los hombres materializarlo en la realidad; para los abogados es la esencia misma de su profesión, y como tal no puede escindirse de la corrección inherente a su actuar cotidiano.1
Todos sabemos que el hombre es débil, y no siempre actúa con la responsabilidad que le corresponde, el abogado es hombre y puede olvidar o descuidar sus obligaciones. De modo que cualquiera sea la argumentación que se esgrima, es poco probable que sólo con ella se lograrán eliminar loa comportamientos incorrectos. La experiencia diaria señala que debe crearse una autoridad ante la cual se pueda recurrir y denunciar estas anomalías, que se pronuncie sobre ellas, y adopte las medidas adecuadas frente a esas incorrecciones, para recordarle al profesional los principios que juró respetar, con facultades para imponer sanciones en su caso. El ejercicio libre de la abogacía exige que se margine todo riesgo de que el profesional emplee su libertad para destruir o contravenir el ordenamiento jurídico al cual le debe lealtad. Para el abogado, los principios normativo y los preceptos legales son instrumentos de su actividad, pero esos instrumentos, en cuanto coinciden con el ordenamiento jurídico, le son imperativos.
Ante su cliente, frente al abogado contrario y ante el tribunal, no puede traicionar esas normas, porque al hacerlo provee a la muerte del derecho y al reinado de la inseguridad y la anarquía en el ámbito social. Constituye una responsabilidad ética para los jueces y para los abogados de ejercicio libre, la mantención y conservación del estado de derecho, como la vigencia de la justicia en el marco del ordenamiento jurídico.
Hacemos un llamado para trabajar por el respeto de los valores propios de nuestra noble profesión; jueces y abogados, de la mano, luchemos por esos objetivos que nos son comunes: el imperio de la ética en todos los niveles de nuestro actuar, ética que se funda en la VERDAD y la LEALTAD.
Quiero repetir las expresiones que sabiamente se dijeron hace un tiempo y que, a mi juicio, son proféticas: “Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar” (Gaudium et spes, 31) La verdad y la lealtad son dos pilares fundamentales sobre los cuales ha de cimentarse la ética de los abogados, y luchar por el triunfo de la ética en nuestra profesión, es una buena razón para vivir y para conservar la esperanza. Si las actuales generaciones logran adherir a esos valores y practicarlos como virtudes, esa forma de obrar se alzará como el mejor legado que podamos dejar para las generaciones del mañana.
Por experiencia histórica se sabe que las normas no siempre se respetan, aunque estén destinadas a establecer o alcanzar los fines más nobles. Exigen, por consiguiente, que vayan aparejadas de fuerza coercitiva, que supone responder por su incumplimiento y una autoridad con el poder suficiente para sancionar a quienes las infrinjan.
La existencia de una autoridad que haga respetar los principios y normas inherente a la ética profesional, como también que se encargue de hacer efectiva las responsabilidades que de ese incumplimiento se pueden derivar, es algo que aparece como imperativo en el foro nacional. Es un grave vacío de nuestro ordenamiento jurídico, ordenamiento que siempre se ha considerado como uno de los mas logrados. Estamos ante una lamentable omisión, que no ha podido ser superada hasta hoy por otras vías.
Algunas voces han sostenido que el sistema en vigencia permite que el particular que tenga en contra de su abogado cargos de índole moral, puede recurrir ante los tribunales ordinarios deduciendo las acciones legales pertinentes. Error a nuestro entender, pues es suficiente revisar el ingreso de causas en los tribunales para constatar que ese tipo de acciones es muy excepcional, lo que no permite deducir que por no haber demandas, tampoco hay quejas por tales comportamientos. Al contrario, sabemos por los reclamos verbales que se nos hacen, por la correspondencia que nos llega, que hay insatisfacción de parte de numerosos justiciables en contra del profesional que contrataron para que los defienda o represente, y que normalmente no cuentan con recursos para contratar otro que deduzca esta nueva acción en contra de su primitivo abogado – mas aun cuando entra a sospechar sobre un posible espíritu de cuerpo entre profesionales – y tiene que incurrir en nuevos gastos, frecuentemente subidos, tanto económicos como de tiempo disponible, todo esto por un resultado bastante incierto, porque normalmente el reclamante carece de pruebas aptas para ser agregadas en un juicio formal.
Son cosas distintas las acciones judiciales y los reclamos por faltas éticas; como ha sido tradicional, deben someterse a sistemas distintos. La experiencia nacional como internacional así lo demuestra, suficiente es revisar los reclamos que se deducen en los Colegios de Abogados en Chile para confirmarlo. Sabemos que estas nobles instituciones – los colegios profesionales – tienen conciencia de la necesidad de un control ético más enérgico que el que hasta ahora ellos están desarrollando entre sus colegiados. Es conocido también que un buen número de profesionales no se colegian y escapan al modesto control que hoy en día se practica. Es urgente, en consecuencia, que se establezcan controles que permitan solventar las falencias señaladas.
Estamos convencidos de que el desprestigio que afecta a la justicia en nuestro país, encuentra fundamento en parte importante no sólo en los errores y faltas en que pueden incurrir los jueces, sino también en el deficiente o incorrecto desempeño de algunos profesionales frente a sus clientes, a los que desatienden o atienden con descuido. Como jueces hemos podido observar acciones y defensas equivocadamente concretadas y recursos sin destino o presentados por error. Loa tribunales no pueden decirle a los afectados que están siendo mal defendidos, pero ese silencio no quiere decir que no existe mala praxis legal.
Siempre que se menciona el problema del ejercicio ético profesional, en particular en el caso de los abogados, se pretende relacionarlos con la pérdida del control que primitivamente tenían los Colegios respectivos. Creemos que deben desvincularse ambas situaciones. A su vez, ha de separarse el hecho de que los abogados deben quedar sometidos al control ético, de la necesidad de que otras profesiones requieran igual control. Si la solución de un problema se magnifica esperando encontrar soluciones para todos los casos que presenten cierta similitud, tal posición es la mejor manera de negar esa solución, porque se topará con intereses demasiado amplios y distintos. Perseguimos algo menos ambicioso y más factible: el control de nuestra profesión, y no de todas las profesiones, a eso debe limitarse nuestra inquietud.
Cierto es que hay sectores que piensan que son los colegios las autoridades pertinentes, es un criterio respetable, pero en Chile ha sido, y continúa siendo, una idea muy controvertida por amplios sectores de opinión.
Tampoco pretendemos que ese control se entregue a los jueces, porque creemos que no les corresponde. La experiencia internacional demuestra que se pueden crear organismos especiales, imparciales, con el imperio adecuado, que asuman dicha función. Los legisladores son los que deben asumir la situación, es de ellos la responsabilidad y a quienes les corresponde adoptar este tipo de decisiones, que la sociedad reclama y espera.
Termino esta exposición, adelantando una respuesta para aquellos que se pregunten la razón por la cual los jueces estamos preocupados de los aspectos éticos de nuestra profesión. Sucede que así como sabemos que las faltas en que los jueces incurrimos provocan en la sociedad una percepción negativa y pesimista de la justicia, estamos seguros que el incorrecto comportamiento de los abogados en el ejercicio de su función asesora, tiene tanto o mayor repercusión en esa imagen negativa.
Sobre esta materia es útil recordar las palabras de Gustav Radbruch,2 en cuanto sostenía que es un hecho reconocido por la historia, que cuando se ha pretendido alcanzar un determinado fin ( en este caso la ética de la abogacía) es posible que por el camino se alcancen otros fines no perseguidos ( la moralidad en los tribunales), situación que, según el mismo Radbruch expresaba, era denominada como “la astucia de las ideas” por el filosofo Wundt.
Tenemos la convicción de que hay que mejorar la imagen de la justicia en nuestro país, y que en buena parte ese mejoramiento se alcanzará, entre otras medidas, con un prudente control del ejercicio de la abogacía, que redundará en una atención y servicio más efectivo, con evidente beneficio para la ciudadanía.
Apreciados estudiantes, aunque parezca un lugar común decirlo, Uds. son el futuro del país, y los sé idealistas y valerosos en la lucha por alcanzar los ideales en que tienen fe. Quien les habla es un viejo abogado que carece del derecho de pedirle algo a las generaciones nuevas, pero eso no impide que pueda tener fe y esperanza. Esperanza de que este llamado sea acogido, porque ha sido hecho con la mas profunda convicción, y Uds. poseen el talento y la fuerza necesaria para hacer realidad los nobles valores de la abogacía que he invocado.
A los estudiantes, autoridades y profesores, como a todos los que laboramos en esta Facultad, les deseo el mayor de los éxitos en el año académico que se inicia.
Gracias.
Mario Garrido Montt
Presidente
1 Monseñor Francisco Javier Errázuriz, “Libertad y fe”
2 Gustav Radbruch, El espíritu del derecho inglés, Madrid, 1958.